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Bucaramanga
Viernes 30 de abril de 2021 - 12:00 PM

Historia de un guarapo, una lagartija ahogada y tres muertos en Bucaramanga

Pese al crecimiento de la ciudad, aún quedan sitios donde se puede conseguir un vaso de guarapo. Allí llegan sus seguidores. Guaraperos de hígados corrompidos y tufo bolero que rasgan mil historias. Esta es una de ellas, contada desde hace 183 años.

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Los tres tomaron a escondidas guarapo. Al poco tiempo la muerte los tocó de forma fulminante. Dolorosa. Para graficarlo, se revolcaron en la tierra marrón como queriendo detener de alguna forma el fuerte dolor en el estómago. Aterrorizados, los demás peones de la finca los escucharon pedir ayuda. Sobre sus gritos flotaban las miradas desconcertadas. Luego, no imploraron más ayuda. La rigidez de sus cadáveres removió la tranquilidad, a veces demasiado ñoña, de Bucaramanga.

Corría el año de 1838. Para entonces Bucaramanga no tenía más de 10 mil habitantes y acababa de pasar un largo verano, que como un remolino de infortunio, alborotó una hambruna no vista antes en estas tierras. Mientras la angustia pasaba por los platos de los más pobres, Facunto Mutis, propietario de varias fincas, se ocupó de distribuir maíz, alimento favorito de todos por la época, al precio de los tiempos de abundancia.

Facundo Mutis era propietario de un depósito repleto de este grano, cuando las demás bodegas estaban desocupadas. Todo por la sequía. Aunque pudo ganar mucho dinero, impuso que solo se vendiera la cantidad suficiente para la alimentación de cada familia bumanguesa, prefiriendo siempre a los más humildes. Durante los días de escasez el mayor precio del maíz fue de 12 reales. En ese entonces la arroba de carne costaba cinco reales. Para hacerse mejor a una idea, ocho panelas se compraban en un real, y por 10 huevos se debían pagar cinco centavos.

Apenas comparable con la hambruna o el día, meses atrás, que por una de las esquinas del centro de la entonces Bucaramanga apareció un camello y un elefante. Sí. Los bumangueses de hace 183 años también se asombraron. Los traían de la Costa un grupo de extranjeros, a quienes los pobladores de entonces llamaban “ingleses”. Nombre solo dado por estas tierras a todo foráneo que no hablara bien el español.

Ellos presentaron su espectáculo con los dos animales al costado sur de lo que hoy es el parque García Rovira, que para entonces era terreno destapado, polvoriento y donde en la actualidad se levanta el edificio de la Gobernación de Santander.

Volviendo a las muertes, la noticia del primer deceso la trajo un hombre a Bucaramanga que provenía de una de las fincas precisamente de Facundo Mutis. Su plantación estaba ubicada, según los archivos, a una legua de Bucaramanga, es decir, a unos cinco kilómetros mal contados por los lados del río Suratá.

El trabajador contó que uno de los peones que estaba en el cultivo de maíz había muerto de forma repentina, a causa, según ellos, de un dolor de estómago, que no les dio tiempo de buscar ayuda médica para calmar su sufrimiento. Justo cuando le estaban dando la razón a Facundo Mutis, llegó a Bucaramanga un segundo mensaje. Otro peón acababa de fallecer, con la misma rapidez y de la misma novedad que el anterior.

Facundo Mutis buscó un médico y ambos a caballo se dirigieron al campo levantando, además del polvo del camino, una niebla de incertidumbre al temer que se enfrentaban a un asesino en serie. Al llegar a la finca, peones y vivientes permanecían atados al miedo. Justo acaba de morir un tercer peón. En iguales condiciones. ¿Quién era el asesino? Todos se preguntaban además quién sería el siguiente. Facundo, rodeado de mil precauciones, empezó a buscar una explicación.

A quien acusaron de forma inmediata de los homicidios fue a la cocinera. La señalaron de envenenar a los trabajadores con la sal que servía para preparar la cocina, relató José Joaquín García, quien registró el hecho para la historia de Bucaramanga. Pusieron en confesión de los hechos a la asustada mujer.

Estando en tal interrogatorio uno de los sirvientes de la finca aseguró que los muertos tenían oculta en la estancia una tinaja donde preparaban guarapo con la panela, que furtivamente se llevaban de la cocina. Dijo que sospechaba que, tal vez, allí estaría la causa de las misteriosas muertes, y de paso, la salvación de la cocinera.

Sobreviviente a pandemias y persecuciones, el guarapo se sigue engendrando en la actualidad en la sucesión interminable de recetas de las matronas de pueblos, sentenciadas a vivir con el jadeante fuego de las cocinas grasosas que abundan en Santander y donde se consigue un vaso por 500 pesos, ya que desde hace unos años, por motivos de salubridad, prohibieron las totumas para el expendio.

Precisamente vertido en totumas (solo si se lleva la personal y uso exclusivo), tazas, baldes, vasijas de toda índole, calabazos o potes, bumanguesas, socorranas, veleñas, santandereanas en general, sean de ciudad o campo, no han perdido esa capacidad de convertir el agua en un sazonado líquido hirviente que derrite gargantas y hace tambalear cuerpos luego del tercer trago.

- ¿Qué con cuántos vasos se emborracha alguien? Eso depende del temple de cada persona. Normalmente con tres mil pesos uno empieza borrachera...

La respuesta viene de la voz hecha panela de Olinta Carvajal, natural de Cabrera, Santander, quien desde hace 14 años elabora y vende guarapo.

Como Olinta, que aprendió la receta de sus ancestros, y para gracia de los guaraperos, a pesar del paso alocado de los años, y esta pandemia, ellas no han dejado morir esa fórmula para embriagar, que se incuba, bendice o maldice en miles de ures y moyas para nada resquebrajadas.

Al menos así testifica Marina Delgado, nacida hace 47 años en Cabrera, quien asegura que el secreto de un buen guarapo está en la panela y su tiempo en el agua para darle vida a un ‘cunchito’, una especie de masa que es lo que le da el fermento al guarapo. Tiene que quedar con sabor y para nada cerrero.

Y entonces llegan los bebedores, a quienes a medida que el vaso se les va llenando van contando historias al revés, mientras sus barrigas se hinchan con cada sorbo. Guaraperías han existido muchas. Van desde las primeras tiendas en época de la conquista, pasando por las paradas de arriero por allá en los años 1600, hasta los locales de los años cuarenta que poblaron el centro de Bucaramanga, y las actuales casas familiares que son caretas anónimas de bares pueblerinos, siempre abiertas a tomadores expertos o novatos, aún con restricciones por la pandemia.

Si usted llega a una guarapería y es inexperto, después del primer trago, lo mejor es santiguarse, ya que nunca estará exento de una punzante intoxicación, pues son varios los registros históricos de sitios en Santander, por ejemplo en Socorro, Oiba y Guapotá, donde se han encontrado en el fondo de los ures o tanques de guarapo ácidos de batería, calaveras, patas de res, herraduras y hasta cabuyas, que son echadas allí bajo la equivocada creencia de que ayudan a una mejor fermentación.

El guarapo posee un propio lenguaje de remolinos, de profundidades, de fermentación, heredado desde los primeros tragos que aparecen en Santander, según lo cuenta el sociólogo e historiador Emilio Arenas. Él asegura que apareció con la llegada de los españoles, como subproducto de la caña, que se convertiría en ‘llavería’ y competencia de la chicha de los indígenas. Desde aquí parte su historia.

- El guarapo fue y es una bebida legal muy popular, que sufrió persecuciones a finales del siglo pasado con la llegada de extranjeros, como los alemanes con sus fábricas de cerveza que hicieron compromisos con las autoridades de la época para perseguir a las guaraperías con fuerzas represivas, equivalentes a lo que fueron las Guardas de Rentas, para hacer que el pueblo cambiara sus costumbres de tomar guarapo por cerveza. Pero el guarapo está muy arraigado en la idiosincrasia del campesino santandereano y por eso jamás perdió, ni perderá vigencia.

Los acontecimientos ocurridos en la finca de Facundo Mutis en 1838 serían imprecisos para quienes busquen los responsables de la muerte de los trabajadores. Durante muchos años le echaron la culpa a un réptil.

Enterado por un trabajador de la olla con guarapo que los tres peones tenían, Facundo Mutis hizo traer inmediatamente la tinaja. ¿Cómo saber si ese guarapo estaba envenenado? Decidieron dar de beber a un animal de la finca que estaba inválido. Lamentablemente el cronista José Joaquín García no consignó la edad o el tipo de animal. Lo que resultó asombroso fue que murió el animal al poco tiempo.

Decidieron entonces vaciar la tinaja. Resultó que en el fondo tenía una salamanquesa, que se creía en aquel entonces que era venenosa. Esa misma creencia libró de la cárcel a la angustiada cocinera e hizo que se taparan muy bien todas las tinajas de guarapo en Bucaramanga. Salamanquesa, lagartija, ‘china’ o ‘tuteca’, este réptil de 10 centímetros de longitud, piel blanda, gris y verrugosa, con una larga cola y cuatro patas de dedos anchos con los que se agarra a las paredes haciendo ventosa, para la historia, fue la asesina de los guaraperos, al menos de estos tres.

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Publicado por Juan Carlos Gutiérrez

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