Elsa Rico llegó a Bucaramanga por primera vez el año pasado. Es poeta. En su memoria guarda más de 600 y los recita como debe hacerse, no solo con pasión, sino respetando la cadencia.
Nació en Boyacá, pero estuvo en Perú buscando oportunidades. Nadie es profeta en su tierra. O eso dicen.
Le ha sido difícil porque en los restaurantes y café bares a veces le niegan el permiso para recitar sus poemas, pero cuando tiene la oportunidad de hacerlo, descresta. No se va sin un aplauso, sin dejar una grata sorpresa en quien la escucha. Es cálida. Ella en sí misma es una lectura dramática.
“Busco esa clase de sitios. A veces, los dueños de un negocio, que pueden dar el permiso para la cultura, dicen que no les gusta, entonces...”, dice Elsa.
Deja las palabras rodar porque no tiene más que un buen concepto de los santandereanos.
Le gustan porque dicen las cosas de frente. Y eso lo valora mucho.
“Yo solo escribo y recito mis poemas. Es como un apostolado, prácticamente. Es el apostolado de mi vida porque quisiera que todo el mundo se aprendiera mis poemas, como cuando se aprenden las canciones. Tengo por ahí fans que me dicen: yo me aprendí el poema “Dime” u otro poema. Y yo les digo: gracias, es para mí un honor”.
Pero algunos propietarios restaurantes y bares donde Elsa pide hacer su “apostolado poético” a veces son difíciles y groseros, y ella tiene que irse con una negativa. Entonces el día se le complica financieramente.
Pero hay otros restaurantes, en el sector de Cabecera particularmente, que le permiten en sus espacios llevar la cultura, entregar la poesía a quien lo necesite.
Porque eso es un poema: un aura que envuelve el corazón con dolor o alegría, con luz o con sombra.
“Es un llamado a esas personas que teniendo como darle la oportunidad a alguien, y más a una persona que no va a robar, sino simplemente a recitar poesía, que nos den esa mano”.
No va acompañada de ningún fiel escudero o escudera, pero su dedicación nos hace recordar a Don Quijote. Y nos inspira.

Elsa Rico comenzó a escribir poemas a los 11 años. “Dios me prestó ese adorno”, dice.
No pertenece a ninguna religión, pero confía en su Dios y “procuro agradarle un poco”.
Nació en Tunja hace 58 años, pero ha viajado por toda Colombia.
Ha vivido en Santa Marta, Barranquilla, Medellín, Cali, Tolima. Después tomó la vía al Llano: a Yopal, Arauquita.
“Salí de Boyacá siendo chica, por el trabajo de mi papá. Él trabajó con la Contraloría y la Federación de Cafeteros y entonces nos fuimos para Bogotá”, cuenta.
Dice que estudió con las monjas Adoratrices, y luego en el Gimnasio Independencia de Bogotá. Terminó la secundaria a los 15 años, y al poco tiempo comenzó a trabajar como modelo de trajes de baño: muestra una foto para comprobarlo.
Y luego, en un momento, decidió que lo que quería hacer era recitar sus poemas ante el público, cualquier público.
Tras esta decisión ha pasado casi por toda Colombia hasta llegar a Bucaramanga.
“Siempre busco los espacios donde tenga la oportunidad de lograr el pan diario porque somos artistas callejeros que no hemos tenido ese ángel que nos diga: oye, tú vales la pena”, dice Elsa. Hay nostalgia en su expresión.
Admite que hay días frustrantes, donde además de las negativas, llueve y cierran los restaurantes y café bares donde podría ofrecer su recital. Pasa sin leer una línea. Cada letra la conoce de memoria.
“Desde niña pude aprenderme las cosas que escribo. Ha sido la bendición de mi vida porque de eso he vivido. Lo bueno de Santander es que son templados, son de frente, qué caramba, y qué linda la gente cuando es así porque no tienen pelos en la lengua para decir las cosas, y eso me gusta mucho: la sinceridad, la lealtad, todas esas cosas que nos unen como grandes seres humanos”.
Todas esas cosas que narra en sus poemas. Esa es su lucha inspiradora contra los molinos de viento.