martes, 06 junio 2023
sábado 01 de abril de 2023 - 12:00 AM

Entre mito y realidad, tradición y fe

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Columna de
Diva Criado

El paréntesis de La Semana Santa, abierto a reflexión religiosa, se convirtió en un período para satisfacer deseos mundanos. Empero, muchos lugares del mundo católico, continúan esas costumbres llenas de simbolismos, rituales y tradiciones.

Guardo en mi memoria recuerdos vividos de aquellas épocas de infancia, prácticas que se han ido perdiendo, algunas para bien, otras no tanto.

Crecí rodeada de reglas que debían cumplirse. Eran días de luto y penitencia, la sobriedad y el respeto eran la norma. Un rosario de prohibiciones coexistía. Las mujeres no podían entrar sin mantilla a la iglesia, ni los hombres con sombrero; no hacer la genuflexión al entrar era pecado, como era pecado reír, cantar, jugar, pelear, beber, etc.

Sabíamos que la Semana Santa estaba cerca, porque comenzaban a salir las chicharras con su ruido ensordecedor. Con su llegada, también iniciaban los fieles creyentes un período de reflexión, penitencia y conversión espiritual.

El Domingo de Ramos, las iglesias se atiborraban de gente con ramos elaborados con palma de cera, que luego, eran bendecidas por el Obispo o el cura que oficiaba la misa, se guardaban como protección por “si había una tormenta”. Una tradición poco ecológica, prohibida por la deforestación y la palma en peligro de extinción.

Los Jueves Santos eran para alquilar balcón. Era común, ver entrar y salir de la casa de la abuela a las amigas beatas. Vestidas con sus mejores galas de riguroso negro y mantillas abrochadas con peineta en el pelo, medias de seda y entaconadas. La casa de la abuela, siempre estaba llena de gente. Luego, salíamos mayores y niños en peregrinación a visitar los monumentos de las iglesias.

Las leyendas de tesoros escondidos que aparecían el Jueves Santo, era algo que le escuchaba a la gente del campo. Historias como la lucecita que se veía a lo lejos, de un alma en pena que pedía “descanso eterno”, era un indicador de que había una “guaca”.

Siempre me llamó la atención ver a los santos de las iglesias cubiertos con mantas de terciopelo morado. De mayor, me explicaron dos versiones. La primera, que protegerlos significaba “penitencia”. Al principio de la tradición se creía que las personas se sentían indignas de contemplar las imágenes de Jesús y sus Santos; Otra teoría, mito de antaño, decía, que los santos eran cubiertos para evitar ataques de los judíos.

La comida del Jueves Santo era rica en pescado, preparada con antelación. Una mezcla de comida santandereana y costeña, típica de las regiones de mis padres, conformaban los siete potajes. La tradición rezaba que el viernes Santo, debía regir el ayuno y la abstinencia; sin embargo, en mi familia, poco y nada se cumplía.

Ahora que asistimos a una inversión absoluta de valores, una sociedad de familias disgregadas, donde prima la obsesión por la monetización, la tecnología con fines comerciales y la riqueza en la acumulación de bienes, deshumanizando la condición humana, no estaría mal, que volviéramos a mirar la religión con sus tradiciones, para que prime una sociedad con valores y principios, y el respeto por el prójimo, sean la regla y no la excepción.

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