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opinion/columnistas/simon jose-ortiz
Domingo 03 de julio de 2022 - 12:00 PM

Del buen conde Lucanor

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Compuesto en el siglo XIV, El conde Lucanor es uno de los libros que más me recuerdan mis épocas de universidad. Estudiaba Derecho en la Javeriana y me planteaba si entrar también a Literatura o Filosofía, ya fuera yendo en detrimento de mi primera carrera o ya compaginando ambos estudios. En ese momento parecía una decisión importantísima y por eso lo consultaba con la gente, que curiosamente me señalaba solo lo malo de cada opción. En una ocasión, y viendo que no me decidía, un amigo me envió aquel librito recomendándome la historia II. En ella se refería que, alguna vez, el conde Lucanor le habló a Patronio, su consejero, para confesarle lo preocupado que estaba por cierto asunto. Se debatía entre hacer una cosa o no hacerla, sintiendo que, igual, iba a ser criticado por unos si la hacía y por otros si la dejaba de hacer. Patronio, entonces, le contó este cuento:

Un día de mercado padre e hijo fueron al pueblo llevando una mula para traer la carga. Yendo los dos a pie, se encontraron a unos hombres que opinaron que ni uno ni otro parecían muy sensatos pues ambos preferían caminar mientras que la mula andaba descargada. Notándolo, el padre mandó al hijo a que se subiera. Al cabo de un rato se volvieron a cruzar con otros hombres que les señalaron la crueldad de que el anciano caminara y el joven, por su parte, cabalgara, razón por la cual el hijo decidió ceder su puesto. Sin embargo, pasado un tiempo aparecieron otros hombres que criticaron esta vez la dureza del viejo: por su edad debía estar acostumbrado a las fatigas pero aun así dejaba que su tierno hijo caminara. Viéndose de nuevo censurado, el padre mandó al hijo a cabalgar junto a él pero, oh sorpresa, se encontraron a otros que juzgaron a mal la inmisericordia con la pobre mula. Desde luego, para el animal llevar ese peso no era bueno.

Yo, a leer esto y reflexionar un poco, acabé optando, naturalmente, por lo más difícil: tratar de ser feliz sin darme al juicio de los otros. Y es que, no lo olviden, siempre que no se obre mal el qué dirán ha de ser la última de nuestras preocupaciones.

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